Por Pastor Hal Mayer
Ni la libertad religiosa o la tolerancia eran características de la Colonia de Virginia en 1688. Desde el comienzo, la colonia consideraba que ellos solo podrían controlar a sus miembros mediante la “religión y la ley”. Practicaban el despotismo en ambas1. Se establecieron enérgicas leyes religiosas con penas severas para aquellos que no participaban y para disidentes tales como los Bautistas. Muchos predicadores Bautistas se negaron a obtener una licencia gubernamental de la colonia porque ellos creían que su licencia les era concedida en la Palabra de Dios, y no tenían necesidad de una licencia humana.
Se podrían dar muchos ejemplos de predicadores Bautistas que fueron arrestados, encarcelados, multados e inclusive flagelados porque ellos consideraban que el derecho (y deber) para predicar el evangelio era ordenado por Dios y era inalienable, y muy alejado del estrado legislativo y de las cortes.
Joseph Anthony y William Webber eran jóvenes ministros, celosos, dinámicos y muy efectivos. Ellos fueron invitados a predicarles a algunos habitantes en Chesterfield County. El magistrado, al descubrir que estaban convirtiendo a muchos a la “locura” (queriendo decir creencia Bautista) y probablemente harían mucho daño a la Iglesia establecida de Inglaterra, expidió comparendos, los hizo arrestar y los envió a prisión. Después de varias semanas ellos fueron procesados. Ya que no violarían sus conciencias y acordaran suspender su prédica itinerante, fueron dejados en la cárcel durante tres largos meses.
Mientras estaban en la prisión, ellos predicaron a través de las verjas de hierro de las ventanas de la cárcel. Muchas personas asistían a las prédicas en la calle fuera de la celda de la cárcel, y muchos fueron convertidos al Señor por virtud de estos ministros perseguidos. De hecho, Chesterfield era el peor condado perseguidor en toda la colonia. Pero pocos condados tuvieron una mayor respuesta a los principios de la fe Bautista que Chesterfield.2
“Tal era el poder del ministerio de Joseph Anthony mientras estaba en la cárcel, mientras levantaba la voz y proclamaba a Cristo a la muchedumbre fuera de la cárcel, que fue considerado como la mejor política para liberarlo. Al carcelero se le ordenó cerrar la puerta de su celda, pero que la dejara sin cerrojo, de manera que se pudiera reportar que se había escapado de la cárcel. El señor Anthony decidió permanecer. Entonces la puerta fue dejada abierta—aun así él permanecía en la cárcel”. Un compañero de cárcel trató de persuadirlo a escaparse, pero él respondió, “ellos nos han detenido abiertamente, sin condena, y nos han echado a la cárcel; y ahora, ¿nos liberarán privadamente? No, de ninguna manera, sino que deje que ellos vengan personalmente y nos liberen”3.
Tal valentía es rara en la actualidad. La mayoría de nosotros aprovecharíamos la oportunidad para escaparse a las fauces del castigo. Pero el señor Anthony vio la trampa. Las autoridades iban a acusarlos de algún mal al escaparse de la cárcel que ellos mismos habrían orquestado. ¿Han visto alguna vez suceder algo semejante? ¿Cuántas almas fieles han sido acusadas de un mal cuando los acusadores mismos los han entrampado? La forma en que los señores Webber y Anthony fueron liberados ahora nos ha llegado. Pero ellos vieron un principio más alto. ¿Por qué los magistrados no podían sacarlos de la cárcel tan abiertamente como los habían encarcelado? Porque las simpatías del pueblo estaban con los encarcelados y habría sido terriblemente humillante liberarlos abiertamente sin colocar sus caracteres bajo un manto de oscuridad mayor. ¿Con qué frecuencia aceptaremos menos que la completa vindicación de la verdad, mientras que sus enemigos pisotean a sus defensores? Necesitamos más Webbers y Anthonys, ¿no es así?
Referencias
1. James, Charles, Documentary History of the Struggle for Religious Liberty in Virginia, (New York; Da Capo Press, 1971) pp 17.
2. Little, Lewis Peyton, Imprisoned Preachers and Religious Liberty in Virginia, (Lynchburg, VA; J. P. BellC0., Inc. 1938) pp 209 – 213.
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