El Hombre que Podría Haber Sido
By Pastor Hal Mayer
Queridos amigos,
Bienvenidos al Ministerio Guarda la Fe. Gracias por unirse a nosotros hoy. Es un gran privilegio pasar este tiempo con ustedes. Espero y ruego al Señor que abra las ventanas de los cielos sobres ustedes y sus familias. Estamos viviendo en los últimos días, y más que nunca, debemos anclar nuestra fe en Jesucristo, nuestro Señor y Maestro.
Gracias por sus oraciones y apoyo. Son de gran significado para nosotros en el Ministerio Guarda la Fe. Me emociono cuando al viajar encuentro personas del pueblo de Dios que han sido bendecidas por nuestros CDs. Tanta gente me dice que escuchan nuestros mensajes cada mes. Estoy muy agradecido por ello.
Por favor compartan los CDs con otros. Siéntanse libres de copiarlos si lo desean. Les enviaremos grandes cantidades si los necesitan, solo tienen que pedirlos. Ustedes están en nuestros corazones y en nuestras oraciones.
Hoy compartiré la autobiografía de un hombre que van a reconocer. Esta triste historia es una advertencia para nosotros. La voy a relatar en primera persona, por así decirlo, en sus propias palabras. Es como si esta persona les contara personalmente su historia desde las afueras de la Nueva Jerusalén después que ésta descendió del cielo, justo antes de la pronunciación del juicio a los impíos luego del milenio. Estamos en un sueño, que nos lleva en el tiempo hacia un gran momento. Estamos parados al lado de él, fuera de las murallas. Los malvados han sido resucitados para recibir su sentencia eterna. Espero que esto nos ayude a darnos cuenta qué tenemos que hacer para tener un lugar dentro de la ciudad.
Veamos esta declaración de El Conflicto de los Siglos, p. 723-724: “En presencia de los habitantes de la tierra y del cielo reunidos, se efectúa la coronación final del Hijo de Dios. Y entonces, revestido de suprema majestad y poder, el Rey de reyes falla el juicio de aquellos que se rebelaron contra su gobierno, y ejecuta justicia contra los que transgredieron su ley y oprimieron a su pueblo. El profeta de Dios dice: ‘Vi un gran trono blanco, y al que estaba sentado sobre él, de cuya presencia huyó la tierra y el cielo; y no fue hallado lugar para ellos. Y vi a los muertos, pequeños y grandes, estar en pie delante del trono; y abriéronse los libros; abrióse también otro libro, que es el libro de la vida: y los muertos fueron juzgados de acuerdo con las cosas escritas en los libros, según sus obras’. (Apocalipsis 20:11-12, V.M.)”.
Vemos que los impíos son juzgados de acuerdo a sus obras según la carne. Sus obras son una ventana de los “pensamientos e imaginación” de sus corazones.
Pero veamos la siguiente declaración: “Apenas se abren los registros, y la mirada de Jesús se dirige hacia los impíos, éstos se vuelven conscientes de todos los pecados que cometieron. Reconocen exactamente el lugar donde sus pies se apartaron del sendero de la pureza y de la santidad, y cuán lejos el orgullo y la rebelión los han llevado en el camino de la transgresión de la ley de Dios. Las tentaciones seductoras que ellos fomentaron cediendo al pecado, las bendiciones que pervirtieron, su desprecio de los mensajeros de Dios, los avisos rechazados, la oposición de corazones obstinados y sin arrepentimiento, todo eso sale a relucir como si estuviese escrito con letras de fuego”.
¿Pueden imaginarse esta cautivante escena? Allí, parados frente al juez de la tierra estarán los malvados que verán sus pecados en vívidos detalles todos de una sola vez. Sin duda sentirán una tristeza y amargura que nada podrá mitigar o curar.
Continúo leyendo: “Por encima del trono se destaca la cruz; y como en vista panorámica aparecen las escenas de la tentación, la caída de Adán y las fases sucesivas del gran plan de redención. El humilde nacimiento del Salvador; su juventud pasada en la sencillez y en la obediencia; su bautismo en el Jordán; el ayuno y la tentación en el desierto; su ministerio público, que reveló a los hombres las bendiciones más preciosas del cielo; los días repletos de obras de amor y misericordia, y las noches pasadas en oración y vigilia en la soledad de los montes; las conspiraciones de la envidia, del odio y de la malicia con que se recompensaron sus beneficios; la terrible y misteriosa agonía en Getsemaní, bajo el peso anonadador de los pecados de todo el mundo; la traición que le entregó en manos de la turba asesina; los terribles acontecimientos de esa noche de horror -el preso resignado y olvidado de sus discípulos más amados, arrastrado brutalmente por las calles de Jerusalén; el hijo de Dios presentado con visos de triunfo ante Anás, obligado a comparecer en el palacio del sumo sacerdote, en el pretorio de Pilato, ante el cobarde y cruel Herodes; ridiculizado, insultado, atormentado y condenado a muerte; todo eso está representado al vivo”.
Pensemos en ese video celestial. ¿Habían escuchado de su traición? Es Judas, nuestro tema de hoy. ¿Cómo pudo un hombre que estuvo con Jesús día y noche por tres años, hacer algo tan terrible? Tal vez si lo escuchamos, lo entenderemos un poco mejor.
Sigo leyendo, p. 725: “Luego, ante las multitudes agitadas, se reproducen las escenas finales: el paciente Varón de dolores pisando el sendero del Calvario; el Príncipe del cielo colgado de la cruz; los sacerdotes altaneros y el populacho escarnecedor ridiculizando la agonía de su muerte; la oscuridad sobrenatural; el temblor de la tierra, las rocas destrozadas y los sepulcros abiertos que señalaron el momento en que expiró el Redentor del mundo.
La escena terrible se presenta con toda exactitud. Satanás, sus ángeles y sus súbditos no pueden apartar los ojos del cuadro que representa su propia obra. Cada actor recuerda el papel que desempeñó. Herodes, el que mató a los niños inocentes de Belén para hacer morir al Rey de Israel; la innoble Herodías, sobre cuya conciencia pesa la sangre de Juan el Bautista; el débil Pilato, esclavo de las circunstancias; los soldados escarnecedores; los sacerdotes y gobernantes, y la muchedumbre enloquecida que gritaba: ‘¡Recaiga su sangre sobre nosotros, y sobre nuestros hijos!’; todos contemplan la enormidad de su culpa. En vano procuran esconderse ante la divina majestad de su presencia que sobrepuja el resplandor del sol, mientras que los redimidos echan sus coronas a los pies del Salvador, exclamando: ‘¡Él murió por mí!’”.
Para los impíos, Jesús murió en vano. ¿Murió Jesús en vano por ustedes mis amigos? Espero que no. Uno por los cuales murió en vano fue uno de sus discípulos. Se los voy a relatar en sus propias palabras, como si estuvieran en un sueño oyéndolo fuera de las murallas de la Nueva Jerusalén.
Quisiera que recordemos un versículo de Mateo 27:5. Este versículo describe el momento en que me di cuenta que había cometido un error irreparable. Escuchen. “Entonces arrojó las monedas de plata en el templo, salió, y se ahorcó”. Esto está hablando de mí, Judas. Yo estaba destruido; no podía soportarlo. Cuando vi que había traicionado a Jesús, cuando vi a Jesús siendo abusado por los líderes, supe que estaba perdido. Yo pensé que en realidad Él no se dejaría crucificar. Estaba seguro que se libraría y establecería su reino terrenal.
Pero cuán equivocado estaba. Cuando me di cuenta que no haría nada para liberarse, supe que había interpretado mal a Jesús. También supe del odio y la malicia de los líderes de la iglesia para con Él. Esto era parecido a quienes eran los líderes religiosos justo antes del fin del tiempo de gracia hace mil años. Ellos creyeron que estaban trabajando para Dios cuando cruelmente perseguían a los que guardaban los mandamientos, especialmente los que guardaban el séptimo día sábado. Yo no tenía esperanza, ninguna esperanza de liberación de la culpa. No hay peor dolor que ese. No hay una desesperación más dolorosa e impenetrable. No hay una experiencia más terrible. Estaba decidido a acabar con mi vida. Me auto destruí por mi pecado. Ahora estoy enfrentando el juicio final donde los pecadores son enviados a su castigo eterno. Será como que nunca existí. Mi destino eterno está sellado. Voy a pasar por el lago de fuego y no hay nada que pueda evitarlo. ¡Es demasiado tarde!
Cuando ustedes piensan en mí, generalmente tienen pensamientos negativos. No les pondrían mi nombre a sus hijos, como lo hacen con el nombre de otros discípulos. ¿Por qué Juan, Pedro, Santiago, Mateo y otros son tan populares, pero no Judas? Una vez mi nombre era un buen nombre. De lo contrario mi padre no me hubiera puesto Judas. Mi nombre realmente significa “Alabanza a Dios” que es perfecto para cualquier niño que tiene padres piadosos, que se regocijan y alaban a Dios por su pequeño niño.
Uno de los hijos de Jacob tenía mi nombre. ¿Se acuerdan de Judá? Uno de los hermanos de Jesús también se llamaba Judas. Él escribió el libro de Judas. Aún un famoso guerrero y militar llevaba mi nombre. ¿Se acuerdan de Judas Macabeo? Fue para los judíos lo que George Washington fue para los Estados Unidos.
También tuve otro nombre, Iscariote, que significa “hijo de Queriot”, que es una aldea donde nació el profeta Amós, a unos 80 Km. al sur de Jerusalén. Yo era el único discípulo que no era de Galilea.
Pueden ver que tuve un buen comienzo. Crecí en un hogar religioso. Fui enseñado a creer en Dios y a amar a mi país. Desde joven, quise hacer algo para liberar a mi pueblo del yugo opresor de los romanos. Podía ver, aunque era muy joven, que tenía talento, y quería usarlo para liberar a mi pueblo. Fui educado en las mejores escuelas. Era muy bueno en economía, ciencias políticas, leyes, y aprendí a leer y escribir.
¡También entendí la profecía! Me enseñaron que cuando viniera el Mesías, Él libraría a los judíos de los opresores romanos. ¡Yo quería ser parte de ello!
De modo que cuando me gradué, dediqué mi vida a ser un Escriba. Un Escriba era alguien con muy buena educación. Podía leer y escribir, lo que era muy valioso para aquellos que no sabían, en especial, líderes que no habían sido enseñados en estas cosas. A los Escribas se les asignaba puestos cerca de los reyes, gobernadores, capitanes militares y hasta del Sumo Sacerdote. Los Escribas escribían cartas, hacían decretos, manejaban las finanzas de sus empleadores y manejaban muchos de sus asuntos políticos y personales.
Ser un Escriba era la mejor forma de lograr un alto puesto en la iglesia o en la nación. Los Escribas eran entendidos o confidentes. Estaban en el círculo íntimo del poder y conocían los asuntos y dominios de su empleador, ya sean militares, gobernantes o iglesias. Los Escribas eran doctores de la ley y a menudo interpretaban las Escrituras. Yo conocía todas las profecías del Mesías y se las enseñaba a otros tal como me las habían enseñado. Yo estaba ascendiendo por la escalera del poder. Mi trabajo me mantenía cerca de los centros de influencia en Jerusalén y otros lugares en Judea.
Ser un profesional tenía también sus privilegios. Un Escriba podía anticipar los sucesos y colocarse en una posición para beneficiarse, algo como un especialista en comercio hoy día. Pero en aquellos días, se podía conseguir muchísimo y salirse con las suyas. Ser Escriba era una profesión respetada, era muy bien pagada y permitía llevar una vida muy cómoda.
Referencia: McClintock y Strong, Enciclopedia de Literatura Bíblica, Teológica y Eclesiástica, Harper y Brothers, 1880.
Yo sabía que tenía mucho para contribuir y pensé que tal vez podría ocupar algún puesto importante en el gobierno del Mesías. Pensé que el tiempo del Mesías estaba cerca. Parecía que las cosas ya no podían ir peor en la sociedad. También las profecías de Daniel parecían indicar que tal vez el Mesías vendría pronto. Pero no le conté a nadie de mis ambiciones personales.
Un día escuché de un nuevo rabino en Israel. Él tenía increíbles poderes. Sanaba a los enfermos, hacía caminar a los paralíticos y hacía ver a los ciegos. “Tal vez”, pensé, “este puede ser que sea el Mesías, el que pondría fin al terror y la opresión”. De modo que salí a buscarlo y averiguar si tal vez era Él.
Lo observé desde cierta distancia. No quería que me identificaran con alguien que era un mero impostor. Hubo muchos que levantaron movimientos en contra de Roma y fueron sacrificados como víctimas de la ley romana. No podía unirme tan pronto a alguien porque yo tenía talentos que podían ayudar al Mesías, y tenía que tener la certeza que no iba a desperdiciarlos.
Me impresionó la manera en que Jesús hablaba. Si de hecho, Él establecería un reino tal como lo sugería, sería un gran lugar para vivir. No habría guerras. Ni injusticia, ni hambres, ni juicios, ni muerte, ni dolor, y constante paz. ¿Quién no quisiera vivir allí? No entendí que estaba hablando del reino del corazón, y la única parte del reino de la tierra era el carácter de la gente que lo habitaría algún día. Sí, Él habló del lugar de su Padre, una realidad física, pero no entendí que se refería a un reino espiritual con una realidad física que no sería ni podía establecerse en ese momento. Pensé que estaba usando eufemismos para cubrir sus reales intenciones.
También me di cuenta que con Sus poderes sobrenaturales, los romanos no tenían posibilidad alguna. Nada permanecería en Su camino. Me convencí que realmente Él era el Mesías tan largamente esperado.
Cuanto más lo observaba, más me sentía atraído hacia Él. Sentí la influencia de Su Divino poder y no era insensible a la belleza de su carácter. Me sentía atraído hacia Él. Lo necesitaba. Pero también sabía que no debía abandonar mi misión; llegar a ser uno de sus más cercanos consejeros en el nuevo gobierno nacional.
Observaba a los otros discípulos que Él había elegido y me preguntaba si realmente sabía lo que estaba haciendo. Él había elegido un grupo de hombres muy desiguales para entrenarlos para su reino y yo estaba un poco decepcionado porque no había elegido cuidadosamente a sus seguidores. No tenía sentido para mí el haber elegido pescadores. Éstos jamás le ayudarían a salir adelante. Tampoco era buena idea elegir a un cobrador de impuestos. Esto nunca les gustaría a los líderes de la iglesia. Ellos despreciaban a los publicanos. Jesús necesitaría de su apoyo. De modo que necesitaba alguien que lo aconsejara mejor. Siendo un Escriba, yo sabía cómo hacer el trabajo. Además, yo tenía buenas conexiones en Jerusalén. Yo tenía todas las cualidades para que el trabajo de Jesús fuera un éxito.
Jesús necesitaría alguien como yo, un hombre astuto y hábil en los negocios, con antecedentes políticos. Necesitaría a alguien con influencias, alguien que pudiera manejar sus asuntos personales. También necesitaría a alguien con habilidades de escriba, un abogado que pudiera administrar los asuntos legales. Alguien entrenado en un claro entendimiento y manejo cuidadoso para estar cerca de Jesús si Él alguna vez derrotaría a los romanos, ser el rey de los judíos, y restaurar la prosperidad de Israel. La prosperidad era algo muy importante para mí. Sabía que habría que hacer sacrificios. Siempre es así en los proyectos revolucionarios. Pero finalmente el sacrificio sería muy bien recompensado. Así funciona el mundo político. Yo estaba dispuesto a hacer estos sacrificios por un tiempo, mientras tuviera la seguridad de ocupar finalmente una posición importante en el nuevo gobierno.
De modo que decidí presentarme a Jesús. Me vestí con lo mejor y hablé respetuosamente con uno de sus discípulos y le sugerí que tal vez podría estar al servicio de su Maestro. Cuando le di mis credenciales y mi historia personal, mi currículo, se emocionó muchísimo y me presentó a los demás. Finalmente me llevó a ver a Jesús y me recomendó para ser uno de ellos. Ellos veían que tenía habilidades ejecutivas. Tenía apariencia de liderazgo y podía hablar con autoridad. Jesús no me dio la bienvenida pero tampoco me rechazó, pero dijo algo que me pareció muy extraño en ese momento. Lo pueden leer en Mateo 8: 19-20.
“Entonces se acercó un escriba, y le dijo: ‘Maestro, te seguiré adondequiera que vayas’. Jesús le contestó: ‘Las zorras tienen cuevas y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza´”.
Esto me molestó un poco pero yo era optimista y sentía que Jesús no era lo suficientemente astuto como para saber qué hacer para mejorar su situación. Pero impresioné bien a los discípulos, y creí que podría trabajar con ellos. De hecho, me tenían en alta estima y creían que podría traerles prestigio. Pensaron que era un excelente consejero y me pedían que los aconsejara. Después de todo, yo tenía un agudo discernimiento, por lo menos en lo que se refería a los asuntos judíos.
Sin embargo, el estar cerca de Jesús no era lo que yo esperaba. Cuando nos hablaba parecía que Él podía leer nuestro corazón, y muchas de sus palabras iban directamente en contra de mis principios y planes. Yo sabía que era mejor que los otros discípulos. Yo sabía que apreciaban mis dones y talentos, pero Jesús nunca los reconoció ni los aprobó. Los discípulos me necesitaban. Pedro era tan impulsivo. Actuaba antes de pensar. Yo era muy cuidadoso y pensaba antes de actuar. Juan era un desastre como administrador financiero. Mateo era demasiado honesto y peculiar, y siempre estaba demasiado absorto en las enseñanzas de Jesús como para confiarle las negociaciones complicadas. Y lo mismo pasaba con los otros discípulos. Yo era el único con habilidades como para ser un líder efectivo. Para mi forma de pensar, una vez que estuviera establecido el nuevo reino nacional, yo sería el único que Jesús podría designar como primer ministro, ministro de relaciones exteriores o algún otro cargo importante. Yo sería un honor para la causa.
Viví con Jesús por algún tiempo. Escuché sus sermones y escuché las mismas lecciones que Él enseñaba a los demás. Pero de alguna manera su forma de aplicarlas me incomodaba. Era casi como si Jesús estaba sugiriendo que mis sacrificios no serían recompensados. Sus enseñanzas me confrontaban con cosas de mi vida que estaban en conflicto con Sus ideas.
Yo salí con los discípulos a predicar. Él me dio el Espíritu Santo para que pudiera sanar los enfermos. ¡Esto era grandioso! ¡Imagínense poder hacer milagros como Jesús! Siempre fui animado a hacer lo correcto cuando estaba con Él, pero algo dentro de mí no permitía que me olvidara el por qué estaba yo allí. Mi misión era ayudarle a establecer su reino terrenal.
Como era bueno en las finanzas, se me dio el saco con el dinero, para administrar los pocos recursos que recibíamos como donación de los amigos. No me gustaba, pero se me instruyó muchas veces a dar dinero a los pobres de nuestros pocos recursos. Parecía que nunca teníamos lo suficiente y esto me molestaba porque jamás lo lograríamos. Teníamos todas las cosas en común. Yo sentía que por lo menos merecía una paga por mis esfuerzos. Después de todo yo era de gran valor para el grupo. De modo que usaba algo del dinero para mis propias necesidades, como si fuera en pago de mis servicios. Después de todo, Jesús mismo dijo que “el trabajador es digno de su salario”. Lucas 10:7.
Yo era un hombre con un cáncer espiritual en crecimiento. Permítanme ilustrarlo. Antes del apocalipsis, teníamos unas criaturas llamadas mariposas. Eran bellísimas criaturas aladas que provenían de las orugas. No todas las orugas se convertían en mariposas. Los científicos dijeron que cierto tipo de mosca ponía un huevo bajo la piel de la oruga. Cuando el huevo se incubaba, la larva se alimentaba de la mariposa en crecimiento. La oruga no sentía dolor y continuaba viviendo su vida de oruga con el gusano alimentándose de ella desde afuera hacia adentro.
Las alas jamás aparecieron, la larva destruyó su capacidad de avanzar, y lo que pudo haber sido una hermosa criatura con alas, nunca llegó a serlo.
El problema conmigo fue que había un gusano dentro de mí que me impedía ser el hombre que podría haber sido. ¿Qué fue lo que me impidió ser este hombre?
Les voy a contar. Era una ambición mundana. Estuvo asociada con patriotismo, poder y libertad. Yo era un ferviente entusiasta de la independencia judía. Cuando vi a Jesús por primera vez, vi a un hombre que no tenía temor. Tenía cualidades de un buen líder. Realmente considerando cada cosa, Él era la respuesta a mi sueño y yo estaba listo para seguirlo hasta la victoria. Estaba preparado para luchar a su lado. Quería llegar a la cima de su nuevo gobierno. ¡Imaginen a Jesús, pronto a ser el Rey de Israel! Yo rebosaba de alegría. Yo sería su más cercano y confiable consejero. Yo estaría a cargo de la tesorería y me aseguraría que nadie lo derrocara.
Un día Jesús les dijo secretamente a sus discípulos que Él era en realidad el Mesías. Léanlo en Mateo 16:15-17,20.
Jesús les preguntó: “‘Y vosotros, ¿quién decís que soy?’ Respondió Simón Pedro: ‘Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente’. Entonces, Jesús le dijo: ‘¡Dichoso eres, Simón hijo de Jonás; porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos!… Entonces mandó a sus discípulos que a nadie dijesen que él era el Cristo”.
Bueno, era obvio que Él era el Mesías. Yo sabía esto, pero Jesús no hacía muchas declaraciones públicas de ello. Él hacía cosas que sólo el Mesías podía hacer. Pero cada vez que yo sugería que tal vez era tiempo de establecer el reino terrenal temporal, Él cambiaba de tema. Esto me enojaba. Yo quería avanzar y parecía que Jesús perdía cada oportunidad.
Cuando me uní a Jesús, no sabía que tendría que abandonar mis anheladas esperanzas de un reino terrenal. Para Jesús ser el Mesías significaba una cosa, pero para nosotros, sus discípulos, significaba otra. Para Jesús el Mesías significaba la cruz. Para nosotros una espada y una corona terrenal. Finalmente los otros entendieron su punto de vista, pero yo no. ¡Si su reino no incluía gloria, poder, riqueza y honor, su causa no era para mí! Pero me aferré a pensar que yo realmente estaba viendo su humildad. Yo no le creía cuando decía “mi reino no es de este mundo”, Juan 18:36. Yo eliminé esto por mis ideas preconcebidas. Yo continué esperando casi hasta el fin, que todo resultaría de acuerdo a nuestra antigua interpretación de las profecías. Yo no podía imaginar o comprender ninguna otra alternativa. ¿No había prometido Dios que el Mesías restauraría el reino con poder y gloria? No me di cuenta que Jesús no se refería al presente, sino al futuro, un reino celestial, la tierra nueva y la Nueva Jerusalén que ustedes ven justo allí delante de nosotros.
Pero todo parecía salir siempre mal. Tomen por ejemplo a Juan el Bautista. Yo lo tenía todo calculado. Cuando Jesús se autoproclamara rey, liberaría a Juan de la cárcel. Después de todo, Juan había sido muy leal y fue quien lo bautizó.
¡Pero ay! Juan fue decapitado. ¡Qué tragedia! Jesús perdió una maravillosa oportunidad de demostrar su poder. Permitió que Juan se pudriera en la cárcel. Aun Juan estaba desanimado y envió a sus discípulos a preguntarle si Él era el Mesías, o si debían esperar a otro.
Yo quería una guerra agresiva. Y a medida que observaba el aumento de la enemistad de los líderes judíos y veía sus demandas de una señal incuestionable, yo me preguntaba por qué Jesús no se atrevía a obtener ventajas temporales. ¿Por qué anunciaba persecuciones y juicio? ¿Por qué insistía en ser humilde cuando podía ser rey? La verdad es que personalmente, jamás tomé una irrevocable decisión de que Jesús era el Hijo de Dios. Tan solo me mantuve observando.
“Diversos eventos me llevaron a cuestionar si Jesús alguna vez iba a hacer valer Su Mesianidad. ¿Se acuerdan del tiempo en que alimentamos 5.000 hombres más las mujeres y los niños? ¡Qué rey habría sido! Toda la multitud sabía que Él era el Mesías. La convicción había estado creciendo todo el día. Miren, Él podía suplir cualquier necesidad. La alimentación no sería ningún problema. Él podía “hacer de Judea un paraíso terrenal, una tierra de donde fluyera leche y miel. Él [podía] satisfacer cualquier deseo. Él [podía] quebrar el poder de los odiosos romanos. Él [podía] liberar a Judá y a Jerusalén. Él [podía] sanar a los soldados que fuesen heridos en batalla. Él [podía] alimentar a ejércitos completos con alimento. Él [podía] conquistar las naciones, y darle a Israel el largo y soñado dominio”. El Deseado de Todas las Gentes p.340.
La gente estaba entusiasmada y querían coronarlo rey. Yo era quien lideraba el grupo. Yo había fomentado la idea de que Cristo reinaría como rey en Jerusalén. Hasta ayudé a los discípulos a repartir alimentos. Les ayudé a traer a los enfermos a Jesús y fui testigo de su felicidad y gozo. Yo podría haber entendido la misión de Cristo, pero voluntariamente me aferré a la mía. Acariciaba deseos egoístas. De modo que puse en marcha un plan para coronarlo rey a la fuerza. Mis esperanzas y mi desilusión fueron amargas cuando Cristo nos dijo que nos fuéramos y dispersó a la multitud en el mismo acto de coronarlo.
Pero el momento crucial fue el discurso de Jesús en la sinagoga acerca del pan de vida. Pueden leerlo en Juan 6:53. Cuando escuché las palabras: “A menos que comáis la carne del Hijo del Hombre, y bebáis su sangre, no tendréis vida en vosotros”, vi por primera vez que Cristo estaba ofreciendo bienes espirituales en vez de tesoros temporales. Me vi a mí mismo como siendo previsor, y pude ver que Jesús no tendría ningún honor, y que no podría conceder altos puestos a Sus seguidores. Decidí no unirme tan estrechamente con Cristo, para poder separarme en caso que fuese necesario. Observaría, esperando secretamente que este fuese verdaderamente el verdadero Hijo de David, un líder semejante a David para Israel. El Deseado de Todas las Gentes p.666.
“Desde ese tiempo expresé dudas que confundían a los discípulos. Introducía controversias y sentimientos engañosos, repitiendo los argumentos presentados por los escribas y fariseos contra los asertos de Cristo. Todas las dificultades y cruces, grandes y pequeñas, las contrariedades y aparentes estorbos para el adelantamiento del Evangelio, eran interpretados por mí como evidencias contra su veracidad. Introducía pasajes de la Escritura que no tenían relación con las verdades que Cristo presentaba. Estos pasajes, separados de su contexto, dejaban perplejos a los discípulos y aumentaban el desaliento que constantemente los apremiaba”. El Deseado de Todas las Gentes p.666.
Fui capaz de hacerlos disentir acerca de quién de ellos sería el mayor en el nuevo reino. Fui yo quien los animó a ser ambiciosos para tener un trato preferencial.
Cuando Jesús le dijo al joven rico las condiciones del discipulado, yo estaba muy disgustado. Esto era un gran error. Jesús debía haber reconocido cuán útil este joven rico podría haber sido para la causa. Yo pensé que era más sabio que Cristo y que toda esta negación propia no era el camino. En todo lo que Jesús enseñaba siempre encontré algo en qué estar en desacuerdo.
Mis esperanzas resurgieron grandemente cuando Jesús hizo su entrada triunfal en Jerusalén. Todavía puedo oír los niños exclamar “hosanna”. Todavía puedo ver las palmas en sus manos moviéndose. Vi algo importante cuando Jesús tomó la iniciativa de limpiar el templo por sí solo. Los cambistas huyeron aterrorizados. Ahora las cosas empezaban a moverse. Era como si Jesús estaba ejerciendo la autoridad que Él era. Aquí estaba el Mesías que yo quería; uno que gobernaría con vara de hierro. Pero luego Jesús no continuó con esto. Dejó escapar la oportunidad.
Luego vino el banquete en la casa de Simón el leproso. Esto fue la “gota que colmó el vaso”. Todos estábamos sentados disfrutando de la comida cuando entró aquella mujer.
Lo pueden leer en Marcos 14:3. “Cuando Jesús estaba en Betania, en casa de Simón el leproso, sentado a la mesa, vino una mujer con un frasco de alabastro con perfume de nardo puro, de mucho precio. Quebró el frasco, y lo derramó sobre su cabeza”.
Recuerden que el ungimiento era muy significativo para los Reyes del Antiguo Testamento. Si este grande y generoso gesto era un paso hacia el reino, no lo sabíamos. Yo no sabía que ella estaba ungiendo a Jesús como rey de su corazón.
Yo estaba avergonzado por lo que ella hizo. Era tan generoso, tan espléndido. Yo nunca hubiera hecho una cosa semejante. Yo estaba convencido hasta de mi propio egoísmo. Ella amó y respetó a Cristo mucho más que yo. Yo estaba disgustado. Mi avaricia floreció. Yo necesitaba algunos siclos más para mi uso personal.
Pero tenía que ocultar mis sentimientos, de modo que en forma calmada les comenté a los otros cerca de mí, “¿Por qué se hizo todo este desperdicio de perfume? Porque podría haberse vendido en más de trescientos denarios, y haberse dado a los pobres”. Yo quería que los demás pensaran que Jesús se había equivocado al permitirle a esta mujer hacer lo que hizo.
Pero entonces Jesús hizo una declaración que hizo esfumar mis esperanzas y fantasías del futuro. “Dejadla, ¿por qué la molestáis?” dijo Él. “Ella ha hecho una buena obra en Mí. Siempre tendréis a los pobres con vosotros, y cuando queráis les podréis hacer bien; pero a Mí no siempre me tendréis. Ella ha hecho lo que podía; porque se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura”.
Yo estaba conmocionado. Las palabras de Jesús me hirieron. ¡Yo pensé que este ungimiento apuntaba hacia la corona, y no a la cruz! Bueno, supongo que ella apuntaba a una corona de espinas como sucedió. La corona de oro que Jesús lleva ahora no es una corona terrenal. Si se fijan cuidadosamente podrán verla allí sobre la muralla, arrodillada a sus pies.
Las palabras de Jesús me dolieron. Quedé expuesto, desenmascarado. Mi alma totalmente desnuda estaba enojada con Cristo. Parecía que Él leía mis pensamientos. Por primera vez, Jesús me reprendió directamente. Mi hipocresía quedó a la vista de todos. Pero, ¿cómo podría olvidar aquella mirada de Cristo, amorosa, alcanzándome en forma suplicante?
Pero siempre era lo mismo. Jesús continuamente se alejaba de la gloria terrenal, y luego reprendía a los que lo objetaban. ¡En casa de Simón me harté! Ya era suficiente. En cuanto a mí, el juego había terminado. Sentí que estaba desperdiciando mi tiempo. No había esperanzas de un reino nacional, no había esperanza de un puesto importante en el nuevo gobierno, no había esperanza de recompensa por mis sacrificios. No podía soportar estar allí con un grupo de tontos. Ellos iban a la bancarrota. No valía la pena apoyar una causa perdida. No continuaría por un minuto más con esta farsa. Yo estaba enojado y quería vengarme por lo que Jesús me dijo.
Entonces se me ocurrió una idea. Jesús nunca les contestó a los Fariseos que demandaban una señal. Esta era mi oportunidad. Lo obligaría a demostrar su divinidad. Lo obligaría a tomar una decisión. Debería hacer un milagro para salvarse. Entonces todos sabrían si era el Cristo.
Pensé que si Jesús iba a ser crucificado, el hecho debía suceder. Si yo lo entregaba a los sacerdotes, no cambiaría el resultado. Si Jesús no debía morir, mi plan lo obligaría a liberarse. Y además, yo ganaría algo de dinero. Todo saldría bien. El fin justifica los medios.
Yo no podía concebir que Cristo permitiera que lo arrestaran. Al traicionarlo, mi propósito era enseñarle una lección. Yo quería hacerle ver a Jesús que tenía que ser más cuidadoso en el futuro y tratarme con respeto. Pero no sabía que estaba entregando a Jesús a la muerte.
Mi corazón sabía que Cristo podía escapar. Lo había hecho muchas veces antes. En Nazaret, luego de leer y aplicar las Escrituras de manera específica, demasiado específica, lo estaban por lanzar a un precipicio y Él simplemente desapareció. En otras oportunidades Sus verdades habían tocado los corazones de los líderes y ellos habían tomado piedras para apedrearlo. Pero Él simplemente se esfumaba. Muchas veces había escapado de las trampas mortales de estos malvados hombres. ¿Por qué no lo haría esta vez?
“De manera que decidí poner a prueba el plan. Si Jesús era realmente el Mesías, el pueblo, por el cual había hecho tanto, se reuniría en derredor suyo, y le proclamaría rey. Esto haría decidirse para siempre a muchos espíritus que estaban ahora en la incertidumbre. Yo, Judas tendría a mí favor el haber puesto al rey en el trono de David. Y este acto me aseguraría el primer puesto, el siguiente a Cristo en el nuevo reino. Lo tenía todo planeado. Nunca me di cuenta que estaba a punto de cometer un error fatal de consecuencias eternas”. El Deseado de Todas las Gentes p. 668.
Fui directo al Sumo Sacerdote. Yo estaba sorprendido de encontrar reunido al alto concilio. Sorprendentemente estaban discutiendo qué hacer con Jesús. Yo les ofrecí ayuda para encontrarlo de noche y apresarlo secretamente. Los llevaría al lugar predilecto de reunión donde Él y sus discípulos descansaban y oraban.
Yo era tan egoísta y codicioso que negocié esto con ellos por dinero. Acordamos 30 piezas de plata, el precio de un esclavo. José fue vendido por 20 piezas de plata por mi tocayo, Judá. Ese también era el precio de un esclavo en ese tiempo. Ahora yo estaba haciendo lo mismo con Jesús. José fue el salvador de su familia y realmente del mundo entero. Supongo que era un tipo del Cristo. Ahora yo estaba cumpliendo lo que él había hecho proféticamente muchos siglos antes. La única diferencia es que Judá se arrepintió y se reconcilió con su hermano José. Yo podría haber hecho lo mismo. Si lo hubiera hecho estaría allí en los muros de la ciudad. Pero no pude soportar el humillarme y confesar mi codicia y egoísmo.
Hay un antiguo dicho. “La venganza es tan dulce”. No lo crean. Yo tuve mi venganza, pero no fue dulce. Elegí un beso como señal para sus enemigos. El beso era una aparente señal de amistad y amor por Cristo, pero en realidad era una traición para sus implacables enemigos. Y la venganza no fue dulce. Cuando Él se volvió y me dijo “amigo, ¿a qué has venido, con un beso entregas al Hijo del Hombre? Sentí dolorosas punzadas de culpa.
Cuando Él me miró, aún en la oscuridad sentí la amargura de la hiel en mi alma. Los sentimientos de venganza, resentimiento o rencor, jamás darán satisfacción al alma. Solo el perdón trae paz y felicidad al alma. Yo no aprendí esta lección. Mi egoísmo albergaba un espíritu de resentimiento en mi alma. No podía perdonar. No podía abandonar mi egoísmo. Ahora estoy perdido. No perdoné a Cristo, ahora Él no puede perdonarme. Es demasiado tarde. Nunca conoceré la verdadera paz. Por eso es que voy a sufrir la muerte segunda en lugar de estar con Cristo en la Nueva Jerusalén. Un espíritu no perdonador es el camino al infierno. Lo sé por experiencia personal.
Hay un antiguo poema que dice algo así:
“Oh joven, mi joven, de ojos centellantes;
Con mejillas carmesí y pulso acelerado,
Dices que te vengarás, no importa cuándo,
De un menosprecio o un error.
Pero dime, Oh joven, solo susúrralo,
El secreto que hace mucho he querido saber:
Cuando después de tu prisa, frenesí y nerviosismo,
Al fin te vengaste, ¿qué has conseguido?
¿Es algo que te trae un excitante regocijo,
Que te hace mejor, un joven más varonil,
Es algo que la conciencia te susurra, `bien hecho´
Y te trae paz a la puesta del sol?
Oh joven, el mundo entero quiere saber
El secreto que desconcertaba a los sabios hace mucho tiempo;
Si, luego de tu prisa, frenesí y nerviosismo,
Y al fin te vengaste, ¿qué has conseguido?
No se consigue nada, solo un vacío y una conciencia destruida. Aprendí esto demasiado tarde, que el perdón es el único camino a la paz y la felicidad. Revancha o venganza son el fruto de la ambición, porque tarde o temprano alguien o algo se interpondrá en el camino. Y esto hará que te enojes y te resientas.
Los otros discípulos también tenían ambiciones mundanas. Recuerden a Juan. Él quería estar sentado al lado de Cristo en el nuevo reino nacional. ¿Saben quién lo instigó a él y a su madre a eso? Fui yo. Yo promoví la desunión que esto provocó. Pero Juan aprendió a entregarse a la voluntad de Dios. Cristo se convirtió en su maestro, algo que yo no logré hacer. Pensé que sabía más que Jesús mismo. Ahora mírenme. Estoy a punto de ser destruido eternamente. Todavía no hay arrepentimiento en mi corazón, aunque confesé mi pecado ante ustedes públicamente hoy. Es por eso que estoy perdido. Por eso mi vida terminará pronto otra vez.
Yo podría haber sido como Juan. Vivimos juntos. Caminamos bajo el mismo cielo. Experimentamos las mismas tentaciones. Compartimos con el mismo radiante personaje. Escuchamos juntos sus historias y parábolas y vimos sus milagros. Compartimos el mismo apostolado. Yo podría haber sido como Juan si tan solo hubiera entregado mis esperanzas mundanas como hizo él. Nunca acepté a Jesús como mi Salvador y Maestro. Nunca permití que sus enseñanzas y su ejemplo moldearan mi ser.
Recuerdo muy bien su llamado. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Mateo 16:24.
Podría haber sido como Simón Pedro. Su pecado, vil como fue al negar a Jesús con un juramento, no fue imperdonable porque se arrepintió. Él pecó contra la persona más maravillosa que jamás existió. ¿Hizo esto que su caso fuera desesperado? Justo lo opuesto, Jesús le perdonó con su gracia. Aún vi cuando perdonó a la mujer adúltera. “Jesús le dijo, ni yo te condeno, vete y no peques más”.
Él perdonó al ladrón en la cruz. Le prometió vida. “Estarás conmigo en el paraíso”, le dijo. Nunca le negó el perdón a quienes lo buscaban.
Si yo me hubiera arrepentido, ¡también me hubiera perdonado! ¿No estaba tratando de decírmelo cuando en el huerto dijo, “amigo, ¿a qué vienes? Me llamó amigo. Me vio en mi peor momento. No me denunció, sino que me amó. Me hablo tiernamente.
¿Por qué no me arrepentí? Tal vez por la misma razón que mucha gente no lo hace. El arrepentimiento requiere humildad. Requiere una negación al yo y un cambio de corazón. Debes estar dispuesto a abandonar tus viejos caminos y enfrentar decididamente el nuevo camino. Es la cosa más difícil que un hombre o una mujer tiene que hacer. Era tan difícil que me rehusé a hacerlo. Sin embargo es el único camino a la paz. Es más que aborrecerse a sí mismo. Es un profundo deseo por Cristo y su amor, por su gracia perdonadora que cambia el corazón, y yo no quise hacerlo. Es más que una conciencia sobre-excitada por el terror de la retribución. Es más que una confesión. Yo confieso hoy lo que hice, pero todavía no me arrepiento. Arrepentimiento es entregar el corazón a Cristo. Es la firme convicción de obedecerle en todas las cosas. Es Jesús quien da el arrepentimiento. Hechos 5:31 dice “A éste, Dios lo ha exaltado a su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de los pecados”.
“¡Cómo podría describir la escena! Allí estaba yo creyendo que Cristo se libertaría a Sí mismo. Pero vi como se dejaba prender. Aprehensivamente lo seguí hasta el juicio ante los líderes judíos. Ansiosamente, lo miré para ver si revelaba Su poder divino. Pero no lo hizo. Observé asombrado como hora tras hora se sometía a cada abuso, a cada mofa, a cada bofetada en la cara, a cada acto vil. Esperaba que sorprendiera a todos y que iba a aparecer como el Hijo de Dios en poder y gloria y que iba a frustrar todos sus planes”. El Deseado de Todas las Gentes p. 668.
Repentinamente, sentí un terrible miedo. ¿Qué he hecho? Me dije a mí mismo. ¡Él no se merece esto! ¡Lo van a matar! Y Él lo va a permitir. Fue entonces cuando comprendí la terrible verdad. Pero era demasiado tarde. Repentinamente me di cuenta que era un traidor. Mientras sus enemigos torturaban a Jesús, yo era torturado por mi conciencia culpable. No podía soportarlo más.
De repente mi voz ronca resonó en terrible agonía, aterrorizando a la multitud en la sala del juicio. “Él es inocente; perdónale oh Caifás”. Pero mi testimonio no produjo ninguna reacción en ellos. Les estaba hablando a mis socios del crimen. Jamás podrían ellos consolarme. Estaban involucrados en la misma conspiración que yo contra Cristo. Mi grito fue terrenal, no celestial.
Mientras la muchedumbre retrocedía, yo corrí hacia adelante con el dinero sucio que mi codicioso corazón había deseado y lo arrojé a los pies del Sumo Sacerdote. Caí a sus pies y me agarré del manto de Caifás y le supliqué que dejara ir a Jesús. ¡“Él no ha hecho nada malo”! grité. Pero Caifás se deshizo de mí, aunque no sabía qué decir. Yo lo había expuesto. Todos sabían ahora que él me había sobornado para traicionar a mi Señor.
“He pecado”, grité, mientras lloraba fuertemente, esperando algunas palabras de alivio, “he traicionado sangre inocente”. Pero Caifás se recompuso y respondió burlonamente: “¿Y qué significa eso para nosotros? Ve tu eso”. (Mateo 27:4). Él quiso usarme pero no quiso restaurarme. Me despreciaron por mi bajeza.
Me volví y me arrojé a los pies de Jesús y le supliqué que se liberara. “Por favor Jesús; ¡no permitas que te hagan esto! Tú tienes el poder. “Libérate” imploré. “Tú eres el Hijo de Dios. No permitas que esto suceda”. Mi tormento era tan grande que grandes gotas de sudor corrían por mi rostro mezcladas con mis lágrimas de angustia.
Oh, cómo deseo haberme arrepentido ante Jesús, pero era demasiado tarde. Oh, si hubiese permitido que Dios llenara mi corazón de congoja por haber traicionado al inmaculado Hijo de Dios. Oh, si hubiera suplicado por un corazón nuevo, por una purificación, por una renovación, por la conversión de mi alma. Pero era orgulloso. Era altivo y acariciaba la codicia y el egoísmo. Y ahora no podía humillarme, aunque quisiera. Mi confesión fue forzada por mi conciencia culpable y el sentido de condenación y espera del juicio, tal como los millones de personas aquí hoy, rodeando la hermosa ciudad que ha descendido del cielo. Ellos confiesan que Cristo es el Señor, pero no hay arrepentimiento. En este mismo instante están conspirando para tomar la ciudad por la fuerza, si pudieran.
Repentinamente, allí a los pies de Jesús, con toda la corte observando, me di cuenta que todo estaba perdido. No había esperanzas para mí, y no había esperanza que Jesús escapara de sus perseguidores. Vi que mis súplicas eran en vano. Salí corriendo gritando de agonía, “es demasiado tarde, es demasiado tarde”.
Estoy seguro que la escena convenció a muchos de los presentes que yo había hecho algo terrible. Pero estaban tan decididos a llevar a cabo su sucia acción que rápidamente la sacaron de sus mentes y se fueron a seguir con la condenación de Jesús.
Corrí hacia la oscuridad, cegado por el dolor y la angustia. En algún lugar del camino, no sé donde, encontré una vieja y desgastada cuerda. Yo quería acabar con todo y colgarme. A un lado del camino encontré un árbol. No me di cuenta que era un árbol seco, un símbolo perfecto de mi alma muerta. Subí por las ramas. Allí en una rama alta até la cuerda, luego la até a mi cuello. Saqué mis pies de la rama y fue el fin. No recuerdo más nada. Me enteré que luego de un tiempo aquella noche el peso de mi cuerpo cortó la vieja y desgastada cuerda y mi cuerpo muerto cayó al suelo mutilado y desgarrado por las otras ramas. A la mañana los perros comenzaron a comer mi carne. Fue una vista repugnante, pero simbólica.
Cómo deseo ahora haber ido al palacio de Pilato para rogarle por misericordia; o al trono de Herodes donde Jesús fue abusado e interceder en su favor. Deseo haberles rogado que no le colocaran esa terrible corona de espinas sobre su cabeza.
Pero más que todo, ¡deseo haberle rogado a Jesús por perdón! Yo sé que me hubiera perdonado. Oh, por qué no fui a la cruz y supliqué por ayuda. Él me hubiera escuchado.
En cambio, mi cuerpo mutilado y ensangrentado estaba tirado al costado del camino donde Jesús pasaría al día siguiente, al pie de un árbol seco.
Pagué el precio de la venganza con una cuerda rota y un cuerpo mutilado y quebrado. Jesús pagó el precio de la venganza de Dios contra el pecador con un corazón roto, torturado, mutilado, azotado, y colgado en una cruz, para que los pecadores arrepentidos pudieran ser libres de la culpa que yo tengo todavía hoy.
Yo podría haber caminado por las calles de la ciudad que ustedes ven allí, con Pedro y los otros discípulos y con Jesús. Pero es demasiado tarde. Realmente no hay diferencia entre mi pecado y el de Pedro. La diferencia está en lo que hicimos después. La diferencia estaba en lo profundo de nuestro corazón.
Pedro y yo llegamos a un cruce de caminos. Él tomó el camino correcto y se arrepintió, recibió el perdón y se convirtió en un poderoso testigo de su Señor. Yo tomé el camino equivocado, y rehusé arrepentirme. Esto me llevó a un árbol seco en el valle donde me ahorqué por angustia. Hoy estoy aquí a punto de recibir mi último y eterno castigo.
Mi nombre una vez conocido como “alabanza a Dios”, es conocido ahora a través de las edades como una advertencia a las almas no arrepentidas. Mi vida, de una extraña manera, fue un llamado a los pecadores obstinados. Jesús pudo usar mi experiencia para ayudar a otros a ver su propio destino si rechazaban el arrepentimiento.
Mi ex colega, el apóstol Juan escribió en 1ª Juan 2:16,17: “Porque todo lo que hay en el mundo -los malos deseos de la carne, la codicia de los ojos y la soberbia de la vida – no procede del Padre, sino del mundo. Y el mundo y sus deseos se pasan. En cambio, el que hace la voluntad de Dios, permanece para siempre.” Esta es la única forma de vivir para siempre. Juan fue el hombre que yo podría haber sido.
Marcos, otro ex colega, escribió, “¿Qué aprovecha al hombre si gana todo el mundo (o apenas 30 piezas de plata), y pierde su vida?” Marcos 8:36. Marcos está allí dentro de la ciudad. Él es un hombre que yo podría haber sido.
Mi vida fue una advertencia a todos del amargo vacío de la codicia, el egoísmo y la venganza. También fui una advertencia contra la impenitencia. Estos pecados no te arruinan. No me arruinaron a mí. Lo que me arruinó y te arruinará a ti, es si no buscas el perdón. La impenitencia es lo que está llevando mi alma al infierno. Errar en arrepentirse es lo que lleva a cualquiera al lago de fuego. Es el único pecado que rechaza al Espíritu Santo. Es el único pecado imperdonable.
Ustedes están en un sueño. Cuando despierten se darán cuenta. Yo estoy en la realidad. Si dudan y se demoran como yo, si no oyen la suave y pequeña voz, si actúan como que supieran más que Dios, terminarán como yo. Pero si se arrepienten y buscan la gracia perdonadora de Dios, serán el hombre que yo podría haber sido.
El hijo pródigo hizo lo correcto. Él dijo, “Me levantaré, iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”. Lucas 15:18. Ustedes también pueden hacer lo correcto. No importa el tiempo, ustedes se pueden reconciliar con su Padre, a través de Jesucristo. Si ustedes quieren estar allí en la hermosa ciudad, todavía tienen la posibilidad de aceptar a Cristo como su Maestro y ser el hombre que yo podría haber sido. No se demoren.
Ante la cruz de Aquel que murió,
He aquí que postrado caigo
Que todo pecado sea crucificado
Que Cristo sea todo en todos.
Que cada pensamiento y obra y palabra
Sean dadas a Ti para siempre;
Entonces la vida estará a Tu servicio, Señor,
Y la muerte será la puerta del cielo.
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