ReligiousLiberty.tv, por Michael Peabody: «Pero Micaías dijo: ‘Vive el Señor, que sólo puedo decirle lo que el Señor me diga’.» (1 Reyes 22:14, NVI).
En el corazón de cada toma de posesión se encuentra un curioso acto de equilibrio: un ritual que busca unificar a la nación al tiempo que hace un guiño a los ideales morales y espirituales más elevados que trascienden la política. Las ceremonias de esta semana, que marcan el inicio del segundo mandato del presidente Donald Trump, no fueron una excepción. Las oraciones de destacados clérigos llenaron el aire, ofreciendo bendiciones, invocando la unidad y, en ocasiones, desafiando al mismo poder que se les pedía santificar. Pero el marcado contraste entre los tonos de estas oraciones -y la rápida reprimenda del presidente a una voz crítica- apunta a una tensión más profunda en la vida pública estadounidense: la incómoda relación entre religión y política.
Las oraciones de la ceremonia de investidura estaban diseñadas para inspirar y tranquilizar. El cardenal Timothy Dolan, estimado miembro de la Iglesia católica, invocó la sabiduría de Salomón, pidiendo discernimiento en el liderazgo. El evangelista Franklin Graham le siguió con un reconfortante llamamiento a confiar en Dios en tiempos de incertidumbre, una señal de identidad de su apoyo público al presidente desde hace años. El pastor Lorenzo Sewell se hizo eco de la llamada de Martin Luther King Jr. a «soñar de nuevo», y su oración proyectó una visión esperanzadora para el futuro de la nación. Estas oraciones resultaron familiares, ofreciendo consuelo y unidad, como cabría esperar de una ceremonia nacional.
Pero el tono cambió al día siguiente en el Servicio Nacional de Oración, donde la obispa episcopal de Washington, Mariann Budde, pronunció una homilía en la que desafió a la Administración a actuar con misericordia y compasión, especialmente con los grupos marginados. Sus palabras fueron agudas y directas: «En nombre de nuestro Dios, os pido que tengáis piedad de las personas de nuestro país que ahora tienen miedo». Para algunos, fue una llamada profética a la responsabilidad; para otros, se sintió como una crítica partidista apenas velada en el lenguaje de la fe.
El presidente Trump respondió rápidamente -y como era de esperar- en las redes sociales, tachando a Budde de «odiadora de Trump de la línea dura de la izquierda radical» y desestimando sus palabras por motivos políticos. Este momento puso de relieve una dinámica familiar en la política estadounidense: el afán de los líderes por acoger las voces religiosas que afirman sus programas, y su incomodidad con las que desafían su autoridad. En este sentido, la homilía de Budde no fue simplemente una crítica a una administración; fue una prueba del compromiso de la nación con la expresión libre y abierta del discurso religioso.
Cuando los líderes políticos crean una jerarquía implícita de voces religiosas -elevando a los que coinciden con sus puntos de vista y marginando a los que no- se arriesgan a algo más que un mal titular. Se arriesgan a convertir la religión en una herramienta de poder político en lugar de una fuente de autoridad moral independiente. Este tipo de sistema de dos niveles de discurso religioso favorecido y desfavorecido tiene consecuencias de largo alcance para la integridad tanto de la fe como de la democracia.
El clero y otros líderes religiosos deben tener libertad para hablar abiertamente, tanto si sus palabras reconfortan como si critican. Sin esa libertad, la voz profética de la religión -una voz que históricamente ha llamado a las naciones a la justicia, la misericordia y la humildad- se silencia. Con el tiempo, una sociedad que privilegia sólo ciertos tipos de discurso religioso socava el sólido mercado de ideas que es esencial tanto para la fe como para la vida pública.
Los fundadores de Estados Unidos así lo entendieron. La separación de la Iglesia y el Estado no pretendía suprimir la religión, sino preservar su independencia e integridad. Un gobierno que utiliza la fe para validar sus políticas o silenciar la disidencia corre el riesgo de erosionar el poder profético de la propia religión. La fe está en su mejor momento cuando llama a los líderes a sus más altos ideales, no cuando es cooptada como herramienta política.
Las oraciones de la toma de posesión de esta semana pusieron de manifiesto esta tensión. Por un lado, mostraron el potencial unificador e inspirador de la religión en la vida pública. Por otro, pusieron de manifiesto la vulnerabilidad de la fe cuando se mezcla con la política. Por cada reconfortante oración de unidad, había un recordatorio del riesgo que entraña el disenso, de lo que ocurre cuando el clero desafía el statu quo en lugar de bendecirlo.
La historia del rey Acab y Micaías nos recuerda que los líderes a menudo buscan voces de afirmación, pero están menos dispuestos a las voces disidentes. La homilía de Budde fue un eco moderno de esta antigua tensión, y la reacción que provocó revela lo frágil que sigue siendo el equilibrio entre religión y política.
Como nación, debemos garantizar que todas las voces religiosas -alaben o desafíen, afirmen o critiquen- sean libres de hablar sin temor a represalias o marginación. En esa libertad reside la fuerza de nuestra democracia y el verdadero poder de la fe. Puede que a los líderes se les ericen los pelos ante verdades incómodas, pero son precisamente esas verdades las que tienen el poder de guiarnos hacia la justicia y la unidad, no sólo en los momentos de triunfo, sino también en los de prueba. Si perdemos esto de vista, corremos el riesgo de perder algo más que un discurso público saludable: corremos el riesgo de perder la brújula moral que proporciona la fe, en su mejor expresión.
Conexión Profética:
«Los dignatarios de la iglesia y del estado se unirán para hacer que todos honren el domingo, y para ello apelarán al cohecho, a la persuasión o a la fuerza. La falta de autoridad divina se suplirá con ordenanzas abrumadoras. La corrupción política está destruyendo el amor a la justicia y el respeto a la verdad; y hasta en los Estados Unidos de la libre América, se verá a los representantes del pueblo y a los legisladores tratar de asegurarse el favor público doblegándose a las exigencias populares por una ley que imponga la observancia del domingo. La libertad de conciencia que tantos sacrificios ha costado no será ya respetada. En el conflicto que está por estallar veremos realizarse las palabras del profeta: «Airóse el dragón contra la mujer, y se fue para hacer guerra contra el residuo de su simiente, los que guardan los mandamientos de Dios, y tienen el testimonio de Jesús.» (Apocalipsis 12: 17, V.M.) El Conflicto de los Siglos, pág. 651.